jueves, 23 de junio de 2011

El ejemplo del tendero

Estaba estos días dudando acerca de si escribir acerca de Lenna, una muchacha que me tiene de lo más absorbido últimamente, pero ya bastante trato tengo con ella como para traérmela al blog. Además, soy un tipo más bien egoísta, y prefiero poner por escrito una de mis dudas económicas con la esperanza de que algún sabio lector sepa indicarme cuál es la recta vía para salir de mis atolladeros intelectuales, tan inconvenientes en estos tiempos de tribulación que -sin duda- requieren actitudes más resueltas.

Hay muchas cosas que no entiendo de todo lo que está ocurriendo últimamente en la economía mundial, pero he notado que uno de los diagnósticos más comunes de nuestros males, según leo un día sí y otro también en las páginas de opinión de El País, es que "el gran problema de los mercados es que su poder no es democrático". El diagnóstico, así enunciado, parece intachable, porque más o menos existe cierto consenso en que la gestión democrática de los asuntos públicos es algo deseable.

Sin embargo, si uno rasca un poco se da cuenta de que el procedimiento democrático no siempre es el más adecuado, o mejor: que no siempre podemos funcionar democráticamente. Podríamos dar argumentos grandilocuentes y decir que si los muchachos que desembarcaron en Omaha se hubieran puesto a decidir democráticamente quién tenía que hacer de avanzadilla para tomar las ametralladoras alemanas, Hitler se habría muerto de viejo. O argumentos más de andar por casa, de corte práctico, como constatar las dificultades que causaría a un sufrido progenitor tener que decidir la hora de llegada a casa de sus hijos por un procedimiento mínimamente democrático. Pero prefiero dar argumentos manteniéndome en el plano económico y para ello, y por los dioses les pido que no me tomen por un émulo del insufrible Leopoldo Abadía, me centraría en un ejemplo microeconómico, como es nuestra relación con el tendero de la esquina.

El tendero de la esquina, en principio, tiene la capacidad de decidir si nos vende o no una lata de atún, y a qué precio hacerlo. Por supuesto, el precio que le da a sus latas puede parecernos mal, y podríamos modificar las reglas del juego de modo que fuera posible que nos juntáramos unos cuantos y le comunicáramos al tendero que hemos decidido que debe vendernos sus lata de atún a tal precio. Este procedimiento podría considerarse democrático, porque sin duda en él la voluntad de la mayoría ha salido triunfante. A corto plazo nos aseguraría latas de atún al precio deseado, pero a medio y largo plazo no sería de extrañar que las vocaciones tenderiles decrecieran, o que los tenderos prefieran ir a entornos más propicios para la venta de latas de atún, por no hablar de los propios productores de conservas, como el señor Calvo. Este ejemplo sencillo me hace pensar que unas reglas del juego estrictamente democráticas en economía pueden suponer a la larga un mal negocio.

Por supuesto no descarto no estar enterándome de nada, pero no doy para más. Será por eso que soy de los que le ve la gracia a ciertos artículos de El Mundo Today.

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