jueves, 27 de septiembre de 2012

Qué facil es decir A.C.A.B., sobre todo haciendo trampas

Es obligatorio ver por lo menos los tres primeros minutos. Desde le principio está claro que la cosa va a acabar mal: vemos a la derecha a los policías en formación, y a la izquierda, a los manifestantes, bulliciosamente parapetados tras una pancarta. Éstos intentan alcanzar con un palitroque a un agente y a los pocos segundos empiezan los porrazos y los puntapiés: no son chispas lo que saltan, sino los flashes de un pasillo de periodistas que están ahí para nosotros, los mirones, para que podamos presenciar con el estómago encogido los porrazos, o  esa patada traidora en el minuto dos.

Viendo las imágenes me acordé de una película italiana que vi recientemente, A.C.A.B (All Cops Are Bastards). Una película realmente interesante, porque estamos acostumbrados a que nos hablen los que reciben los porrazos, pero realmente sabemos poco de cómo es la vida de los que están al otro lado de la porra. La película transmite muy bien la tensión que viven los celerini, para quienes una jornada laboral lo mismo consiste en intentar mantener a raya a una muchedumbre de tifosi que en intentar frenar a unos antisistema que pretenden reventar una reunión gubernamental en Génova, o en contener a una turba que pretende quemar un campamento 'rom'. Véanla: permite hacerse una idea maś completa del cuadro que presenciamos el 25S, o de otros que presenciaremos (lamentablemente) en el futuro, por lo que parece. Aunque dudo que la estrenen próximamente en España.



A propósito del 25S, faltó tiempo para que surgieran voces criticando la intervención policial, voces que más o menos pueden clasificarse en dos grupos. Primero están los que entran a valorar si la policía debió haber restringido más o menos su radio de "reparto de leña", algo que me parece lícito e incluso necesario. Pero hay un segundo grupo que consideran la intervención policial "injustificable". Pero lo dicen haciendo trampas, claro. Porque para criticar la intervención policial, o cualquier otra cosa, lo intelectualmente honesto es afrontar las alternativas posibles, y este es un punto cuidadosamente esquivado (¡qué cosas!) por estos críticos. Estaría bien que se tomaran la molestia de explicarnos su plan: ¿Habrían dejado a los diputados cercados toda la noche? ¿O es que habrían dejado entrar a los manifestantes al Congreso? ¿También les habría parecido lícito hacerlo si en lugar de ser unos muchachos con su Quechua y con su iPhone, hubieran sido unos camisas negras con brillantina en el pelo y cachiporras? ¿Y ya una vez dentro, qué se supone que deberían haber ocurrido: que montaran un wiki y redactaran una nueva Constitución con un ojo en los Trending Topic? Y después ¿qué?

Por supuesto todo lo ocurrido tiene su un origen en la inaudita iniciativa de los manifestantes de rodear el Congreso ("hasta conseguir la dimisión del gobierno actual, la disolución de las Cortes y de la Jefatura del Estado"), que en el fondo es la continuación lógica de la actitud del 15M durante la jornada de reflexión de las elecciones de mayo. Por eso me pasé la noche siguiendo los acontecimientos por twitter y por la radio, intentando escuchar una crítica contundente a la manifestación desde la izquierda democrática. Algún tertuliano de la SER lo hizo, ya entrada la noche.  Lo mismo había hecho El País en un impecable editorial del mismo 25-S. Pero donde no he encontrado más que críticas tibias, y a veces ni eso, es en el PSOE. Rubalcaba no criticó la actuación policial (cosas de ex-jefe-majo) pero eludió condenar la manifestación y prefirió centrar sus críticas en el Gobierno. Así que si asumimos que esa es la postura oficial del PSOE y sumamos a los de Izquierda Unida y algunos más por ahí, tenemos que aproximadamente el 50% de los parlamentarios han sido incapaces de criticar un intento de asalto a la sede parlamentaria. La amenaza implícita de esta crisis, pues, se manifiesta una vez más: es posible que al final acabemos teniendo lo que nos merecemos.

jueves, 20 de septiembre de 2012

Una renuncia inexplicable

A estas alturas debe haber poca gente que no se haya enterado de que hace una semana tuvimos una manifestación independentista en Barcelona de lo más completita (hasta Pep mandó un saludo). El acontecimiento, cómo no, generó un tsunami de comentarios y artículos de opinión en el que me zambullí guiado por un impulso masoquista, porque sólo así se explica que no me canse de volver periódicamente sobre un tema del que generalmente salgo exasperado. Saltando con alegría de aquí para allá acabé en un interesante artículo de la muy recomendable web Politikon. Allí hice algunos comentarios que resumen mi posición sobre este tema (convenientemente pulida gracias a las réplicas de otros comentaristas) así que mi intención es darles aquí algo de forma (dando así algo de vidilla al blog, que falta le hace).

Al hilo de ese artículo comentaba yo que nunca he logrado entender la renuncia de los progresistas españoles contrarios a la independencia catalana a establecer un debate de principios con los nacionalistas. Especialmente porque creo que sus posiciones políticas ofrecen una línea de ataque clara al discurso independentista. Quizás convenga esbozarla: Dado que las opciones políticas consisten en la búsqueda de ciertos compromisos, sea entre ideales y la realidad (como creen los utópicos) o entre los propios ideales, cuando éstos colisionan (libertad/igualdad, libertad/seguridad...como creen los pragmáticos),  un progresista creo que podría ser definido como aquél que favorecerá compromisos que aseguren la existencia de mecanismos de redistribución de la riqueza. De ahí que me resulte incomprensible que alguien que se tenga por progresista esté al mismo tiempo a favor de la creación de un nuevo Estado que, de facto, supondría limitar los mecanismos de solidaridad existentes en esa porción del mundo a la que cariñosamente llamamos España. Creo que este podría ser el argumento central de una crítica progresista al nacionalismo y, sin embargo, apenas se hace uso de él. 

Habrá quien argumente (lo sé por experiencia) que dado que el estado-nación es por definición excluyente, pues promueve a lo sumo la solidaridad entre los de dentro mientras que deja a la intemperie a los de fuera, no hay razones para preferir una Cataluña integrada en España a una independiente. Este argumento merece una respuesta obvia, y es que en cualquier caso los que quedan fuera del alcance de la solidaridad estatal, por una simple cuestión aritmética, serán más para un independentista que para un no-independentista. Eso me parece ya suficiente para preferir una opción a la otra desde un punto de vista progresista. En otras palabras: que los compromisos a nuestro alcance sean imperfectos (como imperfecto es el compromiso implícito en cualquier estado-nación) no quiere decir que todos sean equivalentes. Lo importante, como siempre, es intentar analizar cuál de las posibilidades de las que disponemos supone un mejor compromiso para los valores que consideramos importantes (en el caso del progresista, creo, la solidaridad). A mi argumento también habrá quien replique que en la cuestión catalana hay que considerar otros factores más allá de los económicos, como los lingüísticos, los culturales o (ejem) los étnicos, ante lo que sólo puedo decir que me parece aceptable pero, por favor, que estos reivindicadores de las esencias nacionales no nos vendan además la moto de que son progresistas.

No estoy diciendo que sólo desde una perspectiva progresista pueda criticarse al nacionalismo; simplemente estoy haciendo notar que puede criticarse, y que me llama la atención que este tipo de crítica de principios se eluda. No logro entender por qué nuestros independentistas se merecen el inmenso favor de recibir un trato mejor que el que la izquierda italiana dispensa a los secesionistas de la Lega Nord: si alguien puede darme un buen motivo, estaré encantado de oírlo.

Dicho queda, así que permanezcan atentos a sus pantallas: tengo fundadas esperanzas de que en breve aparecerá Rubalcaba ante los medios y que, inspirado por este post, dará a Artur Mas y a los suyos la réplica que llevan mereciéndose tanto tiempo.

sábado, 1 de septiembre de 2012

El optimista y los pesimistas

Si hay una idea que ha cambiado  mi modo de pensar en los últimos años es la de que nunca, repito, nunca, la Humanidad ha vivido tan bien como hoy. Es más: el progreso de nuestra singular especie en los últimos siglos no tiene precedentes en la Historia. Por eso, no es extraño que cuando leí a Arcadi Espada (al que habremos de responsabilizar también de inocularme esta peligrosa idea en la cabeza) elogiar el libro de Matt Ridley "El Optimista Racional", donde se da forma a esta idea, supe que acabaría leyéndomelo. Han bastado un par de carambolas aeroportuarias para que lo haga.

En su libro, Ridley no sólo argumenta convincentemente que los seres humanos vivimos en el siglo XXI mejor que nunca, sino que se atreve a aventurar que en el siglo XXII viviremos aún mejor. Ridley, como yo, considera que esta constatación no debe llevarnos a una suerte de autocomplacencia panglossiana, sino todo lo contrario: debe movernos a identificar y promover todo aquello que ha contribuido a este indudable progreso y a eliminar los obstáculos que se le presentan (o por lo menos a intentar no crear otros nuevos). Para Ridley, el combustible de la fenomenal mejora en nuestras condiciones de vida es el intercambio de bienes y de ideas. Leyendo el libro, se nota que Ridley es un tipo que claramente desconfía del gobierno y por eso creo que se queda corto a la hora de valorar el papel jugado por las instituciones, sin las que ese intercambio quizás no sería tan fluido y seguro. En algunos momentos también creo que se pasa de optimista, por ejemplo sobrevalorando la capacidad de adaptación de los ecosistemas al cambio climático (que no niega) o cuando considera (acertadamente) que el uso de OGM podría aliviar la falta de alimentos en el mundo, y que su uso dejaría los ecosistemas intactos (habría que verlo). Pero sus tesis, en lo esencial, me parecen acertadas.

El lector será consciente de que las tesis de Ridley son hoy en día poco populares. Y esto no es ninguna novedad histórica: el pesimismo siempre ha tenido más gancho que el optimismo. En el libro, de hecho, se hace un divertido repaso a la lista de catastrofismos y pesimismos de los últimos siglos (de la lluvia ácida al fin de los combustibles fósiles), que los años se han encargado de desmentir. El repaso incluye a Orwell, cuya oscura visión del futuro de la Humanidad está plasmada en 1984. Pero me resulta llamativo que Ridley, que tan agudo es en su análisis de los factores que han contribuido al progreso humano, no haya sabido ver que quizás los pesimistas como Orwell indirectamente han jugado un papel importante. Porque ¿quién sabe si una obra como 1984, escrita desde el pesimismo, no contribuyó a que esa pesadilla totalitaria no se materializase? O más en general: ¿no serán necesarias unas gotas de pesimismo para que la formidable maquinaria del progreso avance? Ésa es posiblemente la crítica más profunda que se merece "El Optimista Racional", un libro por lo demás muy recomendable: que Matt Ridley quizás ha infravalorado la importancia de que nos ronde un Ágorer.